La vida es buena. Tengo una semana que me quemé la lengua y todavía está insensible. Pudo haber sido peor, sin embargo sólo tengo destruida toda sensación en ella. Parece como si la hubiera “calado” con ácido nítrico, como se hace con el oro para saber si es auténtico y luego la hubiera dejado remojando en mezcal por meses. He perdido todo gusto, me preocupa porque no percibo la cantidad que sal que estoy consumiendo. Hace unos días me llamaron la atención por un pescado que salé excesivamente. Yo lo engullí como si estuviera comiendo malvaviscos, no noté nada, incluso le puse chilitos habaneros también salados. O sea que la volví a quemar por segunda vez con harta sal y chile. No le agarro el sabor a nada. El domingo me invitaron a desayunar y de verdad que no distinguí diferencia alguna entre el panquecito de elote y las crepas de huitlacoche. Estoy alimentándome de cosas que en otras ocasiones bien podría haberlas despreciado. Ah, no, pero nunca le entraría al pollo, de ese sí que no. Estaré pasando por un periodo de atrofia del gusto, pero el olfato afortunadamente me sigue sirviendo y su aroma detestable me invita a darle la vuelta.
A veces se me antoja remojar mi lenguita en agua de pepinos con mucho hielo y dejarla ahí por horas hasta que se recupere. O a lo mejor y si la embadurno con miel sirva como bálsamo para recuperar su buen gusto y deje de comer a lo loco y tan a ciegas como ando en estos días.
Dicen que la lengua percibe los sabores por zonas: en la punta, es el dulce, en los lados es el ácido, en toda la superficie es el salado, y por último, hasta atrás está el amargo. Pero no existe un sensor para que evite que te pasen casos como este que me aqueja. Parecerá tonto pero nunca se sabe con certeza cuándo algo está demasiado caliente.
¿Qué con que me quemé la lengua? Con esto de las tardes mezcaleras y acurrucadoras, de esas cuando el cielo se oscurece a plena luz del día, el ánimo se llena de nostalgia como el morado intenso de las nubes y uno quiere acompañarse además del ser amado con algo que caliente el cuerpo, pues que me preparo un “caliente de guayaba”. Sí, no fue caliente, fue ardiente de guayaba y no sé que me pasó pero me quemé horriblemente y es la hora que no se compone mi pobre lengua.
Caliente de guayaba
1 kilo de guayabas
Azúcar al gusto
1 ½ litros de agua
Todo esto se mete en la licuadora hasta quedar un atole espeso y se pone a calentar. Se cuida que no suba al hervir y se mueve de repente para que no se pegue en la olla. Si está demasiado espeso se agrega un poco de agua. A mí me gusta así y con guayabas que estén muy maduras. Es muy delicioso y reconfortante, de verdad calienta el cuerpo, pero no se descuiden y se den una quemada tan grave como la mía.
Esta receta me la dió mi sobrina querida, a ella se la daban cuando estaba en la escuela en Perote, Veracruz y vaya que ahí los inviernos son severos.
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Hace 11 años.